Úlima hora


domingo, 4 de noviembre de 2012

La mujer más odiada por las FARC



Al año y medio de ingresar en las FARC, siendo menor de edad, recibió la orden de degollar a un amigo que colaboraba con la guerrilla. El comandante sospechó que el muchacho era un infiltrado de las Fuerzas Armadas del Gobierno y le impuso a Karina la dolorosa prueba de fuego. Ella, que había demostrado ser una buena guerrillera, tenía que confirmar que también podía asesinar. Así lo hizo.

«Ese día estaba muy nerviosa, pero sabía que me tocaba hacerlo. En las FARC decían que si uno no servía para matar, servía para que lo mataran», confiesa en una entrevista con LA RAZÓN desde Colombia.

Karina nació como guerrillera a los 16 años, en septiembre de 1984, fecha en la que ingresó en la guerrilla más antigua de Latinoamérica. Antes era sencillamente Elda Neyis Mosquera, hija de una familia numerosa de extracción humilde criada en la región de Urabá. A los 13 años, tras ingresar en las juventudes comunistas, su padre la apartó de la escuela para trabajar la tierra y lo que hiciera falta, y a los 16 años, la guerrilla la apartó de la tierra para matar. En el horizonte, promesas de una vida mejor en un país más justo. «No me reclutaron obligada, pero sí engañada».

Desde el principio mostró carisma y mano firme. Siempre quiso ser una combatiente valerosa, una mujer a la que ningún hombre pudiera llamarle cobarde a la cara. «Tuve que tomar decisiones de más valentía por ser mujer, pero no más radicales».

El día a día en la guerrilla –en medio de la violencia, los secuestros y los ataques– giraba en torno a una premisa indiscutible: obedecer. De esta manera Karina construyó su trayectoria en las filas de las FARC. En los años ochenta pasó por diferentes frentes y a mediados de los noventa cobró estatura de leyenda entre sus compañeros por su determinación frente al enemigo. En un enfrentamiento en 1998 perdió un ojo y aquella secuela endureció su cara, en consonancia con la dureza de sus crímenes. Antes había sufrido otra pérdida más importante.

A los cuarenta días de nacer su hija, la dejó en casa de la familia del padre, también guerrillero. Los embarazos están prohibidos en las FARC, donde la orden de los jefes es abortar. En algunos casos, madres combatientes han sido fusiladas. En la selva, la familia pasa a un segundo plano y se pierde el contacto con ella. Esto es algo que no ha cambiado después de casi 50 años de historia de guerra contra el Estado. Lo que sí ha mutado es la manera de financiarse a través del narcotráfico. «Cuando yo entré me tocó destruir cultivos de coca, era algo que no se permitía en la guerrilla. Después todo cambió, la vinculación con el narco ofrecía una mejor financiación. Yo creo que eso fue lo que les hizo perder el norte político a los jefes».

Su fama de luchadora cruel y sanguinaria siguió creciendo. Se le atribuían matanzas y secuestros, entre ellos el del padre de Álvaro Uribe, ex presidente de Colombia, algo que ella ha negado con insistencia. Se decía que tras decapitar los cuerpos de los policías a los que mataba, jugaba a la pelota con las cabezas: «Cuando la gente cuenta cosas horribles de mí, yo le pido a Dios que los perdone. Sólo él conoce mi pasado».

Reconoce que participó en duros combates en los que hubo muchas bajas y derramamiento de sangre, pero rechaza la leyenda negra creada en torno a su personaje. «Si me dicen que soy sangrienta por eso, lo acepto. Lo que no acepto es que me digan que mataba gente a sangre fría».

Karina acabó convirtiéndose en la mujer de más alto rango en la jerarquía de las FARC tras ascender a comandante del frente 47. El Gobierno ofreció un recompensa de un millón de dólares por su cabeza. No imaginaba entonces que el golpe más fuerte se lo iban a propinar sus camaradas uniformados.

«Cuando el presidente Uribe me declaró objetivo militar número uno, mis superiores me dieron la espalda y me aislaron. Capté el mensaje muy claro el día que me quitaron a mis mejores hombres, los comandantes querían que el Ejército me matara. Me querían como una heroína muerta en la selva, pero yo tomé la decisión de desmovilizarme. Para ellos ahora soy una traidora», a la que no dudarán en matar si se pone a tiro de piedra.

Karina la sanguinaria murió el 18 de mayo de 2008. Ese día se entregó a la policía, diezmada física y moralmente, tras un asedio de varias jornadas en las montañas del oriente antioqueño. Lo hizo junto con su compañero sentimental, alias Michín. «Estaba prácticamente muriendo de hambre, no aguantó más», dijo el entonces ministro de Defensa y hoy presidente colombiano Juan Manuel Santos.

Fiel al Estado
Un año después, un juez la condenó a 33 años de prisión por un ataque en el que murieron tres civiles y 13 policías en Caldas, en el año 2000. Le imputaron cargos de homicidio agravado, terrorismo, rebelión y daño en bien ajeno. También acumula otras cinco condenas que suman más de cien años de cárcel.

Poco tiempo después de la primera sentencia, en 2009, el Gobierno le concedió la libertad condicional y le asignó un trabajo como gestora de paz. Actualmente, sólo el ex guerrillero Danis Daniel Sierra, alias Samir, y ella realizan esta labor de pacificadores. «Le fui fiel a las FARC hasta el último momento y le seré fiel a las instituciones y a la justicia el resto de mi vida».

En internet abundan los mensajes de colombianos indignados que piden la pena de muerte para Karina. Ella reclama clemencia y apela a la redención. Se considera una persona noble y humilde a la que las circunstancias llevaron a la guerra. «Cuando uno está en las FARC no se da cuenta del daño que le está causando a la sociedad. Estoy muy arrepentida y siempre pido perdón a la sociedad, a la justicia y a las familias por haber causado tanto dolor. Créanme, en cada jornada derramo muchas lágrimas». También ha pedido perdón a su hija, que ahora tiene casi la misma edad que ella cuando asesinó a sangre fría a aquel muchacho que la llevaba detallitos en la selva.

El horizonte de paz que muchos ven tras el inicio de las negociaciones emprendidas en Oslo se transforma en un ejercicio de cautela cuando habla Karina. «Bienvenido sea este proceso, pero no podemos ser optimistas, tampoco pesimistas, sino poner las cosas en su punto medio. Conociendo a las FARC sé que no va a ser fácil, son muy radicales y mantienen el mismo discurso que hace 40 años».

Las FARC tienen unos 8.000 hombres armados. Sus tropas han disminuido drásticamente. Entre agosto del 2002 y junio de 2012 se han desmovilizado de las guerrillas colombianas 21.484 personas. Su deriva en una narcoguerrilla tiene poco que ver con el ejército del pueblo que imaginó Karina cuando ingresó en sus filas huyendo del miedo y la miseria. Ahora vive en una base militar por cuestiones de seguridad –es objetivo militar de sus antiguos jefes–. Brinda información al Ejército y se reúne con las víctimas de la violencia en busca del perdón, un perdón que nunca encontrará en la que fue su familia guerrillera.

«Hasta el triunfo o la muerte»

Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) llegan a la mesa de negociación con el Gobierno colombiano huérfanas de figuras históricas (Tirofijo, Raúl Reyes, Mono Jojoy, Alfonso Cano, todos muertos). Sus tropas han pasado de 20.000 hombres en los noventa a unos 8.000 en la actualidad. Su posición de fragilidad también viene dada por un contexto en el que otras fuerzas de extrema izquierda latinoamericanas abandonaron las armas para optar por vías democráticas. La entrega de Karina fue también un golpe a la moral de los guerrilleros, según explica ella a este periódico. «La guerrillerada me quería y me respetaba. Por eso los jefes saben que mi desmovilización ha hecho mucho daño».

Actualmente es un objetivo militar de las FARC tan ansiado como en el pasado lo fue del Ejército y de la Policía. Cuando uno de los suyos se desmoviliza se le monta un consejo de guerra y es fusilado. Resulta intolerable traicionar la consigna que reciben los nuevos soldados en su adoctrinamiento: «Ustedes desde este momento hasta el triunfo o la muerte». Karina no pudo tocar al primero, pero se libró del segundo.




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